lunes, 16 de marzo de 2015

Malas Decisiones

Novela Laliter
Malas Desiciones
Capítulo 1: Parte 3:


No le costó encontrar un autobús que la llevara al centro de Londres, estaba segura que cuando llegara, lo primero que buscaría es una tienda de segunda mano y conseguirse algo de calzado.
Encontró un pequeño mercadillo en las afueras de un colegio. Vagó por las mesas hasta encontrar un par de zapatos que se acomodaran a su presupuesto de ocho libras. Encontró unos por cinco; no eran bonitos, estaban gastados y desteñidos, pero no podía costearse nada más. Ahora, su vida estaba sin dirección alguna; no iba a pasar el resto de su vida sobreviviendo con tres libras. 
Deambuló por las calles de Londres buscando alguna señal, lo que fuese que le ayudara. Tampoco sabía dónde dormiría esta noche, se sentía el frío y la lluvia también se avecinaba de nuevo. Lou miró en el suelo de una esquina a un indigente con un vaso de poli estireno con un par de monedas.
Lou se acercó al hombre y se puso de cuclillas frente a él.
—Hola —lo saludó tímida.
El hombre la miró con el ceño fruncido.
—Hola —la miró de pies a cabeza.
—¿Tú duermes aquí? —le preguntó Lou.
—No, en el albergue humanitario.
—¿Dónde queda eso? —preguntó ella esperanzada.
—Frente al Postman’s —respondió el indigente antipático.
Lou suspiró, su mente maquinaba ideas, pero ninguna le servía; ella nunca había estado en Londres, no conocía esta enorme ciudad, pero no podía dormir en la calle, así que consideró invertir un poco las tres libras.
—Te daré tres libras si me llevas hasta allá —lo miró esperando compasión.
—Sólo tengo tres —confesó Lou. Esperaba que aquél hombre sintiera piedad de su estado.
—No pareces una vagabunda. Estás sucia y desaliñada, pero no tienes cara de callejera —expresó el hombre. Notaba un poco más de consideración hacia ella.
—Hui de casa. No tengo dinero, ni familia, nada —susurró con un nudo en la garganta.
—Yo soy un viejo y tengo que dormir en un albergue asqueroso, pero tú tienes más oportunidades —dijo el hombre interesado.
—¿Cómo? 
El hombre suspiró y sonrió morbosamente. Inmediatamente Lou se enteró a qué se refería el indigente con lo de ¨oportunidades¨.
—No —se negó rotundamente.
—Ése es el camino fácil, pero hay otro —la miró—. Pero, la información te costará tres libras.
Lou estaba en una encrucijada, entre los juegos de un hombre aprovechándose de su ignorancia. Ella sacó las tres monedas de la bolsita diminuta de su vestido y las puso en el vasito. El hombre sonrió con sus dientes sucios y malolientes. Si esto no le funcionaba, ya se las arreglaría para averiguar la posición del albergue.
—En la Universidad de Londres están necesitando una camarera para su cafetería; lo avisaron en el refugio hace unos días para ayudar a los sin hogar, según el gobierno, pero no sé si el puesto aún esté vacante —se encogió de hombros.
—¿Dónde está esa universidad? —preguntó desesperada.
—Eso te costará también.
—No tengo más dinero —repitió.
—Podemos compartir habitación en el albergue —dijo el hombre.
A Lou le dio una repulsión instantánea. Se levantó y se alejó lo más rápido posible de aquel vagabundo, dejándolo en carcajadas. 
El día todavía estaba pleno, ella podía encontrar la universidad. Una pareja que venían tomados de la mano captó la atención de Lou, se miraban agradables, así que decidió detenerlos.
—Disculpen, ¿la Universidad de Londres? —preguntó tímida, percibía que iban a tratarla groseramente, como era normal que la trataran a ella.
—Ah, está aquí cerca. ¿Tienes tarjeta de metro? —le preguntó la chica.
Lou negó con la cabeza desanimada, eso ya no le estaba sonando tan bien.
—Nosotros vamos más o menos por ahí, si quieres podemos darte un aventón —le ofreció el chico.
A Lou le invadió una sensación rara, una que nunca había experimentado. ¿Cómo era posible que existiera gente que no quisiera hacerla sentir mal? No podía creer en la existencia de alguien que no la despreciara.
—Sí, por favor —dijo llorosa.
Los tres comenzaron a andar unas cuantas calles. La pareja iba cotilleando y sonriéndose entre sí, Lou los miraba con anhelo y esperanza, pero sólo se limitaba a seguirles el paso. Luego de unas calles más, la pareja se detuvo.
—Mira —le señaló el chico hacia la izquierda—, hacia allá, ¿ves esos árboles y la gran reja?
—Ajá —dijo Lou mirando atentamente hacia la dirección que le indicaba.
—Ahí es, debes tocar el interfono —el chico le ofreció una sonrisa.
—Gracias, enserio, muchísimas gracias —dijo Lou llena de sinceridad.
—De nada. Hasta luego —se despidió la pareja.
Lou caminaba hacia la Universidad cuando las rejas negras estilo gótico se dividieron de par en par y salió del lugar un lujoso auto negro deslumbrante. Antes de que las rejas se cerraran Lou entró al lugar y se quedó pasmada ante el lujo de la enorme Universidad de Londres. Se adentró en la edificación tratando de no tropezarse en los escalones, pero estaba tan débil que se tropezó justo en el último, cuando sintió que un cuerpo la detenía.
—¿Estás bien? —le preguntó una voz ronca y grave.
Ella miró el traje elegante del hombre, alzó la mirada y se encontró con unos imperturbables ojos verdes. Era un tipo alto, de tez blanca y con un cabello castaño con cada rizo en su lugar. 
—Sí, perdone —se disculpó Lou temerosa.
—Tranquila, ¿Estudias aquí? —le preguntó el hombre al verla con tan asquerosa pinta.
—No, vengo a buscar trabajo; escuché que necesitaban una camarera —le comentó.
—Ah, lo siento, el puesto ya está ocupado —hace una cara de disculpa.
—Ah —Lou sintió que el mundo se le venía abajo, sus esperanzas se destrozaban. Todo le salía mal.
—Pero… tal vez, necesitemos otra persona sirviendo. ¿Crees que puedas hacerlo? —le ofreció el hombre al ver la expresión moribunda de Lou. 
Ella no se lo podía creer, la gente no era tan mala después de todo. Y ese hombre le estaba dando una oportunidad.
—¡Claro! ¡Hago lo que sea! —le dijo Lou emocionada. Estaba a punto de romper en llanto.
Él le sonrió amistosamente, la niña le recordaba a alguien, aunque no estaba seguro de quien. Pero, le inspiraba confianza y ternura, una muy inocente.
—Mi nombre es Juan Pedro Bedoya—le extendió la mano—. Como ya te habrás dado cuenta, soy el director de esta universidad.
—Mucho gusto, señor Bedoya. Yo soy Lou —le estrechó la mano con conmoción. Ella no podía parar de sonreír.
—¿Gustas pasar a mi despacho para tomar tus datos en el registro de empleados? —le ofreció amablemente señalando sobre su hombro.
—Claro pero, ¿no estaba a punto de irse? Si lo estoy retrasando puedo esperarlo aquí.
—No, tranquila, llamaré a mi esposa y le diré que llegaré un poco más tarde —dijo despreocupado. Le hizo una seña con la mano para que entrara.
Lou caminó en la dirección hacia el despacho y el director la siguió. Dentro, era una oficina pintada de blanco, con un par de cuadros, un escritorio y una pantalla plasma sobre él.
—Toma asiento, por favor —le dijo él caminando hacia la ventana—. Sólo dame un minuto —le sonrió. Sacó su teléfono y lo puso contra su oreja. Lou supuso que estaba notificándole la tardía a su esposa.
Lou se sentó en la acolchada silla negra frente al escritorio y se quedó embelesada mirando una foto que se sostenía frente a ella. Era una foto muy hermosa: había una mujer con el cabello castaño hasta los hombros sonriendo, sus ojos verdes eran muy hermosos, su esposa, seguramente; al lado de ella se encontraba el director abrazándola tiernamente, él se miraba más joven y más delgado, y entre ellos había un niño de por lo menos doce años sonriendo; él tenía el cabello castaño y ondulado, pero no tanto como el de su padre, los labios gruesos y rosados, y unos chispeantes ojos color chocolate.
Observó a su alrededor que no era la única foto donde aparecía su esposa; tenía muchas más en un mueble de madera en la esquina de la oficina, adornado por varias piezas de cristal. Le causó mucha ternura una foto de ellos dos dándose un roce de labios bajo el agua.
—Listo. Perdón por hacerte esperar, mi esposa tiene… carácter —dijo Bedoya con una sonrisa tensa.
—He visto las fotos que adornan su oficina; ella es muy hermosa —la elogió Lou.
—Sí —suspiró él—. En fotos es más tranquila —soltó una risita. Se sentó detrás de la pantalla y comenzó a teclear—. Comencemos, Lou… 
—Lou Allen —completó.
—Bien, ¿qué edad tienes? 
—Dieciocho, pero no tengo referencias ni nada, ni siquiera sé si estoy inscrita —torció una sonrisa.
—Está bien, he notado que estás un poco mal económicamente. ¿Con quién vives, Lou? —él dejó el teclado, su pregunta era más por curiosidad personal que profesional.
—Bueno, si encuentro el albergue humanitario hoy, viviré ahí —encogió los hombros.
—No quiero ser indiscreto, pero…
—Mis padres están muertos —anticipó Lou entre dientes.
—Oh, lo siento mucho —susurró él.
—Está bien —dijo ella con voz apagada—. ¿Cuándo comienzo?
—Mañana mismo —se levantó Peter.
—Gracias, señor Bedoya, ha sido muy amable conmigo —Lou involuntariamente abrazó al director. Él se tensó ante el contacto, pero luego se relajó. Aquella niña le causaba ternura y compasión, quería ayudarla, pero su esposa no era el tipo de persona que se prestaba a obras de caridad.
—Por cierto, si quieres te doy una patada hacia el albergue —le ofreció.
Los ojos de Lou casi se salen de su cara. La palabra ¨patada¨ ya le sonaba más familiar.
—¡No! —dijo Bedoya al traducir la expresión de Lou—. Lo de la patada no es literal, es un aventón, pero no es que te empujo, es que…
—Llevarme ahí —susurró Lou.
—Exacto.
—Ya ha hecho demasiado por mí, no podría —se negó Lou. Ella sentía que no merecía tanta atención por parte de los demás. Lo de la patada le había sonado más familiar y natural que las amabilidades del director.
—No es molestia, vamos —le abrió la puerta.
Lou salió de la oficina apenada. El teléfono del director sonó.
—Un segundo: es mi hijo —sacó su teléfono—. ¿Jared?... Sí, aún estoy aquí… Iré con Rochi y Alai a una sesión de… Sí. Bueno, no llegues tarde —colgó.
A Lou le pareció muy agradable el tono que usaba el director con su hijo, como el padre de sus fantasías.
—Vamos —le indicó el camino hacia el estacionamiento.
Bedoya le abrió la puerta del copiloto de una Ford último modelo, ella se sentía nerviosa y confundida. Era todo muy nuevo. Durante el camino, el director le hizo varias preguntas recurrentes a las que Lou contestó cortada y tímidamente, le avergonzaba contar sus desgracias.
—Hemos llegado —le anunció él estacionándose frente a un edificio.
Lou admiró el edificio color verde y abrió la puerta del auto.
—¿A qué hora tengo que llegar a la universidad? —preguntó antes de salir.
—A las nueve está bien.
—Ahí estaré, gracias de nuevo —bajó del auto.
—Nos vemos.
Lou agitó su mano para despedirse del director y suspiró antes de entrar a aquel sucio para cualquier persona, pero celestial para Lou. Al menos, nadie iba a maltratarla físicamente en este lugar. Le causó mucho alivio darse cuenta que el hombre ebrio no la iba a encontrar nunca, y que ya no iba a volver a vivir esas experiencias aterradoras que tuvo que aguantar durante los últimos seis años
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Mika♡

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